miércoles, 28 de diciembre de 2011

Aquí le escribo.

      
         "Yo vivo en un lugar donde las historias nunca tienen final" decía Ramiro. Un muchacho muy alto y pintón, amigo de años. De vez en cuando tenía destellos de lucidez, pero no se apartaban mucho de dos o tres arrebatos y argumentos gritados con fuerza. Lo que siempre sonaba coherente, lo que siempre decía tranquilo, era esa frase. Yo vivo en un lugar donde las historias nunca tienen final. Nos gustaba oír eso y le sonreíamos.


         Todo parecía ir bien. Tuve suerte con un pequeño negocio de venta de productos para computadora y la plata fluía. Alcanzaba para salir a comer de tanto en tanto con Romina, y para comprarme un libro de vez en cuando, en las ventas de piso fuera de la facultad de humanidades. Ese día volvía con uno de García Márquez. "El Coronel No Tiene Quién Le Escriba", recomendado por Ramiro. Eran ya dos años, o tres, los que pasaban sin verlo. Las distancias me alejaron de la isla y allá lo dejé. El se volvió porque tuvo qué: su familia estaba muy mal en muchos sentidos y estar tan lejos no le servía a nadie. A nadie más que a mí.


         Lo último que supe de él es que estaba de novio con una piba que iba conmigo a la secundaria. Daniela. Que eran felices y ya estaban viviendo juntos en una casillita, lejos del centro y cerca del aeropuerto. El trabajando en una fábrica, y Daniela en un negocio de ropa. Les iba tan bien como a mí. Me tranquilizaba y los calores de la vida nueva en el norte me distrajeron de él.

        Llegué ese 5 de Abril a mi edificio y en la puerta estaba Ramiro, parado, esperando y mirando para arriba, viendo si me asomaba por el balcón. -¡Eu! - Le dije yo, giró y me sonrió. Nos saludamos después de tanto y lo invité a pasar. Le pregunté qué hacía ahí, cuánto llevaba, dónde se estaba quedando, dónde estaba Daniela y cómo estaban sus viejos. Me dijo que toda la información me iba a costar una docena de facturas, que tuvimos que bajar a comprar. -Tremendo libro- señalando el finito que llevaba bajo el brazo.


      -No estoy de vacaciones- me dijo, ansioso - Estoy queriendo levantar un negocio que no quiero hacer sin vos - Me sentí bien. Me contó del emprendimiento ambicioso. Quería abrir un estudio de grabación profesional y, si todo iba bien, formar una disquera independiente. Algo que siempre imaginamos sería genial, pero nunca pasó el escalón de Sueño. - Mi cuñado es sonidista recibido, y Daniela trabaja con una piba casada con el hermano del guitarrista de Incubus - me comentó - Mike Einziger. El loco está re copado con la idea. No habla una bosta de español, pero la mujer no va a tener problemas para traducir ¡Se dio todo para que lo hagamos!¡De una puta vez, boludo!-


      Tuve la sensación más similar a una implosión. No podía creer que un músico de magnitud nos escuchara a nosotros, unos flacos nacidos en una islita abandonada, para formar nuestro sueño. Todo estaba dicho, así que el Si más chiquito que le di, ocupaba mi departamento entero, baño incluido. Pasaron un par de semanas y Ramiro se mudó cerca de casa. Un par de semanas más y comenzamos con todo. Alquilamos el local, lo transformamos en un salón acústico tremendo. Ramiro se paraba adentro y cantaba Painkiller a los gritos. Yo, parado afuera de la sala, lo veia desarmarse colorado sin emitir un ruido. Compramos los equipos y repartimos todos los gastos entre Ramiro, Mike y yo. Si, nos dió un montón de dólares: estaba copado de verdad.


      Yo, con cada tiempo que tenía libre, avanzaba unas dos o tres hojas del libro. Luego, volvía a la labor. Conocimos varias bandas locales que sonaban genial, y se sumaron a la idea. Entraba y salía gente de la sala. Se escuchaba Rock, Metal, Reggaeton, Boleros, todo. Estabamos encantados. Yo ya pensaba en abrir un local de venta de artículos de sonido. Las oportunidades brotaban.


       Quedamos que un 5 de Abril íbamos a juntarnos con Mike y con Ramiro en la sala, por primera vez los tres, para debatir el nombre de la disquera. "Tengo un nombre genial" me decía siempre Ramiro. "A Maiquecito (Mike) le va a encantar, vas a ver". Ese día llegué primero. Acomodé todo, llevé una pastafrola y con Romi prendimos una tele que pudimos comprar hacía algunas semanas. La hora estipulada era a las 6 p.m.


      Nosotros llegamos a las cuatro y ya a las cinco estábamos listos. En canal Fox pasaban Virgen a los 40, otra vez, así que nos dedicamos a reirnos del griterío que armaba Steve Carrell cuando lo depilaba la china. No aguantaba la ansiedad, volqué dos o tres veces el mate y llené el piso de migas de pastafrola. Me llamó Ramiro para decirme que estaba en camino, que venía lo más rápido que podía. Cinco y media y el celular sonó de nuevo, esta vez el número tenía la característica de California. - Mike tuvo un problema antes de tomar el vuelo. El baterista de la banda, José, tuvo un incendio en su casa y su hija quedó herida. Ambos están bien, pero Mike no quiso irse cuando un amigo de años está en esa situación. La semana entrante estaría viajando para allá- me dijo su mujer, en un castellano raro. Le dije que no había ningún problema, que lo entendía.
      
      Se hicieron las las seis y media. Ramiro no llegaba y no contestaba el celular. a las siete llamé a Daniela. Atendió. Ella lloraba y no podía casi hablar. Corté el teléfono.


      El velatorio fue a cajón cerrado. Fue un impacto muy fuerte y Ramiro no llevaba el cinturón. No recuerdo mucho de eso, solo el verde del cementerio y el negro del gentío. Volvimos al departamento. Las cajas apiladas, los plásticos, el tergopol, todo estaba obstruyendo la vista. Destruido y algo mareado de tanto llorar, me senté a terminar el libro. Un simbolismo imbécil, pero siempre fui de practicarlos. Leí la última página.




"—Contéstame.
         El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
         —Qué se puede hacer si no se puede vender nada —repitió la mujer.
         —Entonces ya será veinte de enero —dijo el coronel, perfectamente consciente—. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
         —Si el gallo gana —dijo la mujer—. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.
         —Es un gallo que no puede perder.
         —Pero suponte que pierda.
         —Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso —dijo el coronel.
         La mujer se desesperó.
         —Y mientras tanto qué comemos —preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía—. Dime, qué comemos.
         El coronel necesitó setenta y cinco años —los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.
         — Mierda.


París, enero de 1957."



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