martes, 19 de junio de 2012

♪ No te cambio por na da ♪


Nunca entendí bien cuál es la importancia de un recuerdo. Hablo, puntualmente, de lo importante que es un recuerdo para la gente que convive con uno. Por un lado, puede ser la mejor comprensión de la persona en base a sus recuerdos. Por otro, los recuerdos de la juventud en un lugar determinado, unen a varias personas por elementos comunes. Por lo tanto, mientras más cantidad de personas hayan compartido esa experiencia, hayan vivido en el mismo pueblo/ciudad, más importante será el recuerdo para la sociedad.

Mi caso particular, y el de mis hermanos en los recuerdos, es que somos muy pocos. No porque sean pocos aquellos que vivieron en mi ciudad. Sino porque somos pocos los que hemos nacido allí, criados allí, y aún menos somos los que fuimos enseñados que esa tierra no es un lugar temporal. Esa situación tan particular, tan alejada, no une por algo que no se ve. Basta sentarse a la mesa, y empezar a recordar de detalles, hablar de personajes o de murales o monumentos distintivos, para morirse de risa, para encontrarse. Aquí, en ciudades ajenas, encontrarse como huérfanos prósperos de la misma madre.


Lo colores que me trajo vivir lejos de mi casa, la nueva vida de la universidad, el movimiento y lo cosmopolita, reemplazó la forma que tenía de vivir y de compartir en sociedad. Los detalles son escurridizos y parece ser tan sencillo como "Me fui de un lugar feo, a un lugar lindo" o, a los que tenemos buenos recuerdos "Me fui de un lugar con pocas posibilidades, a la cuna de ellas".

Me acuerdo tener siete años, y salir al descampado de Total Gas, en la punta de la ciudad frente al barrio industrial. En la tierra seca buscar por todos lados los tapones de las garrafas de GNC. Ver estructuras de caños ocres muy finos, y doblados muy extraños. Me acuerdo los barriles azules para juntar el agua de lluvia. El patio de la casa de mi amigo Waldo, en el inhóspito barrio industrial, con una franja de pasto al costado, irregular, donde jugábamos al futbol entre nosotros y su perro Arnold. El patio de atrás, una suerte de entrada de fábrica, gigante y lleno de tarimas de madera. Un chasis de auto tirado a su suerte, medio vacío, donde nos metíamos y nos colgábamos. la laguna que se formaba en invierno donde podíamos patinar con las zapatillas. Caidas en el agua helada, resbalones. El viento aullante que nos hace gritar. Entrar a la casa con el pelo y las ideas revueltas. Respirar agitados por el cambio de clima a ese calor nefasto de gas que tanto hemos aspirado. La madre de turno llamándonos para tomar la leche. Las narices coloradas y los lentes que se empañan del vapor de la leche.

¿Cómo explico lo que se siente desabrigarse luego de llegar a la madrugada del dos de abril a la casa? Sentir el calor y el aire quieto y sentirse desorientado. Tantas ideas que le quedan dando vueltas en la cabeza. La verdadera vigilia para los chicos, que tiene un vínculo oculto con la historia y es más bien un momento para encontrarse con todos. Ir en barra y buscar a tus amigos y cruzarte a la chica que te gusta o a tu compañero de primaria que no viste más, todos envueltos en camperas gruesas, con gorros de lana y bufandas. Algunos con mocos y las mejillas a medio enrojecer. Cómo les explicamos lo que es ver con real cariño a los ex combatientes, o a los soldados que reparten chocolatada, y no verlos como a los milicos. No tener ese odio histórico, sino más bien un trato de hermano mayor hermano menor, donde la historia lo único que hizo fue tenderlos víctimas. Juntarse en barra e ir a buscar chocolatada con vergüenza, porque se está repitiendo. El amigo desubicado que pregunta donde están repartiendo, que no se los ve, cuando hace años que la chocolatada se dá junto al cañón. Un cañón verde que todos vemos con excitación, como si en algún momento hubiera habido alguien que lo disparaba al mar. Porque en lo que sabemos de la guerra cuando somos niños, no hay enemigos personas. Son simplemente un objeto necesario para que haya armas, el resto es opcional.

¿A quién le sirve, por ejemplo, que le explique nuestra adolescencia? Saber que todos jugaron videojuegos por mucho tiempo, o que saben mucho de dibujos animados y que no lo dicen por aparentar. Saber que todos los chicos que tuvieron un acceso a internet dial up, jugaron al pokemon y bajaron emuladores de consolas, que eran carísimas y escasas. Haberlos cruzado en el Yes, un local donde pagabas por tiempo y jugabas con consolas metidas en cajas de carton como si fueran fichines. La época tan abandonada de los cibers, donde (algunos abiertamente y otros en silencio) se reunían los chicos de siempre y se perdían frente a los monitores, con auriculares si había suerte, y comenzaban a jugar entre sí. Lejos de poder hacer actividades al aire libre, y aún mucho más lejos de pertenecer a esos grandes clubes que tienen piletas y actividades de todo tipo, los chicos nos agrupábamos en distintos locales llevados adelante por muchachos o muchachas jóvenes, una suerte de hermanos mayores, que hasta algunos casos jugaban con nosotros. Me costaría describir lo que era salir del colegio, pasado el mediodía, e ir a Hackers, el ciber que ibamos nosotros, y entrar a jugar al counter con muchachos que no veíamos en otro lado más que allí. Los pesados que no están jugando pero van a ver como juegan otros, que te hablan, te dan consejos, te piden jugar una. Los que saben siempre como crearse las cuentas en los juegos o las reglas de los juegos más complejos. Los que putean con fuerza innecesaria, escandalizando la situación. Los burlones y los preguntones. Todos nos encontrábamos en horarios dispersos para jugar juegos dispersos. Y no hablo de situaciones aisladas: hablo de horas de ser más de 6 o 7 chicos jugando por dos pesos la hora, llenándonos de orgullo por nuestras habilidades o reirnos de las anomalías de juegos que se suponen son repetitivos.

Algo me da miedo al contar eso. Para el lugar donde vivo ahora, esto no es común. Quizás el sol, las plazas arboladas, lo fácil que es andar en bicicleta, o el acceso a lugares recreativos como clubes o escuelas con actividades y viajes, hayan forjado para ellos una infancia muy distinta. Donde yo nací, lo que yo les cuento es lo que hacíamos entonces, y eramos muchos y por doquier.

La televisión y la computadora fueron grandes primeros pasos de nuestras actividades. Quién tenía un padre lo suficientemente permisivo para regalarle una consola a sus hijos (hecho que mi padre hizo y se arrepintió reiteradas veces) convertía a la casa de un punto clave. La casa que tenía una consola (esto aún sucede) o una computadora fuerte, era un punto de reunión, si las autoridades hogareñas eran benevolentes a la actividad. Nos hemos juntado muchas veces a jugar al Pokemon. Guardo muchísimos recuerdos de estar en la casa de mi amigo Germán, al fondo de un pasillo, en la habitación más fría y menos confortable, donde estaba su computadora. La bautizamos Pascalina, porque era viejísima, de las que tenían Windows 98'. Él siempre tuvo notas muy respetables, por lo que tenía pleno control sobre Pascalina. En ella estaba la vanguardia de los juegos. Él siempre estaba probando juegos nuevos, encontrando joyas de años pasados, y emocionandonos a todos para que lo juguemos. Allí encontramos el Goal, un juego japonés de fútbol de los primeros años, que tenía la característica de poder jugarse de hasta cuatro en el mismo teclado. Nos recuerdo muy bien a los cuatro ensimismados, con los dedos adoloridos y enredados, jugando partidos y matándonos de risa de las caras de los japoneses y de las jugadas osadas. Del arquero llevándose por delante a los defensores y anotando gol. De los errores como lo fácil que era el gol de mitad de cancha. Mucho tiempo y muchas anécdotas quedaron ahí. Nosotros hoy lo tenemos como un buen recuerdo, pero nunca lo evaluamos como uno de esos hechos culturales. Hoy comento esto en sobremesas y recibo miradas de lo más extrañas. La gente, a veces, quiere creer que simplemente fuimos raros. Es muy difícil entender el mundo aquí, si el mundo allá es tan diferente.

Los recuerdos unos años más adelante ya son mucho más complejos. La incursión de muchos en la música o en el dibujo, los intereses ya más distinguidos, estudiar inglés en los institutos (este hecho es de una extrema relevancia para la socialización de Rio Grande: si no lo conocés de la escuela, lo conocés de inglés. Sino de alguna otra actividad que hagas), los deportes, las competencias interdisciplinarias con viajes nacionales. Los murales, los eventos de arte como Maraño, conocer a las personas que adornan las paredes cenicientas. Lo ridículo e inconexo de los monumentos. Los auténticamente bizarro de los símbolos que recorren la ciudad: El monumento a los pastores de ovejas a menos de un kilómetro de un monumento a Cabezas. Las estatuas perdidas de Shelk'nams como heladeras, la plaza de los animales tan enigmática: una cuadra de baldío parejo, con dos diagonales que la cruzan, una glorieta en el centro, y animales aleatorios dispersos. Ni siquiera animales autóctonos o de una misma zona: podías ver una jirafa junto a un león, al lado de un perro al lado de un rinoceronte. Todos ellos de dimensiones muy similares y con sus respectivas caras de nada, viendo como la juventud se agolpa en el primer espacio que parece destinado para ellos.

 Y esta serie de memorias que nos son útiles a pocos puede seguir. Puedo hablar ya más de la cultura, puedo referirme al grupo numeroso de los metaleros, que es el que tuvo más contacto conmigo. Puedo hablar de los artistas, o simplemente de "los viciosos", o quienes preferíamos meter una tarde en la PC antes que salir a patear las calles de la city. Pero es un tema en extremo largo. Quizás algún día, cuando una juntada de pizza me reviva nuevamente lo que tengo oculto sobre la ciudad que me vió nacer, continúe rescatandola.

Porque alguien que se va a otro sitio realmente se olvida de Rio Grande. Deja de pensar en él, y deja sus reglas suspendidas hasta alguna vacación que lo lleve otra vez. Pero si hay algo que reconozco es que ese recuerdo no solo está latente, sino que es altamente explosivo:

Basta decir "La Nueva Piamontesa", "Don Pepe", "Las Vegas", "Lusso" o cualquier otro nombre de viejos negocios, para que una catarata de recuerdos nos hagan desconcertarnos como si justo ayer nos hayamos bajado del automóvil atestado de valijas.


lunes, 18 de junio de 2012

Un Corto


Se me viene a la cabeza un corto. Sin logo, sin título: arranca.

   Una nena de entre 5 y 6 años en piyama manejando una pava de agua como puede. Vapor en una casa con la luz tenue. Llena una taza de te en una bandeja con dos tostadas untadas con manteca y dulce de durazno.

Corte

   Una señora muy vieja, vestida de negro, con aros de perla, el pelo blanquecino fino y una cartera negra. Está, vista desde abajo, intentando de bajar las escaleras. Paso a paso, agarrándose de donde puede. Y a mitad del descenso, mira lo que ha bajado y sonríe.

Corte

  Una mujer jóven, despeinada y con cara de rasgos puneños, con la cara enfocada, una montaña ocre coloreando su cielo, y ella pintando con pincel. Un cuadro de un hombre de mediana edad, de los mismos rasgos, con una guitarra y una sonrisa plena que la mira con intriga y algarabía.

Corte

   Un muchacho asiático comprando en un supermercado. La cajera ni siquiera lo mira. El embolsa. Pasa unos fideos, una caja de leche, una bandeja de pollo. Cuando pasa el chocolate, el muchacho deja de embolsar, y lo abre. Muerde un trozo y cierra los ojos, lo disfruta. La cajera sigue pasando sin darse cuenta. El chico le toca el hombre, y le extiende un pedazo abundante. Ella se queda quieta un par de segundos, se ríe y lo recibe.

Corte

Un hombre a medio despintarse de payaso, en la puerta de una escuela, de cuclillas atándole los cordones a un niño de mirada sagaz, con una mochila pintada con acrílicos.

Corte

Un hombre inmenso, que apenas cabe en una silla, con la mirada fruncida en un muñeco pequeño. El plástico está añejo, la tela que servía de tela se ve desteñida en algunas partes. La mirada del muñeco está perdida mientras el hombre le pone sus zapatos relucientes. Se levanta y camina por un pasillo hacia la cocina de su casa con las manos gigantescas cubriendo por completo el juguete. Una chica cocina a las apuradas. El le dice algo, y ella se queda quieta. El la hace sentarse y cuando lo hacen, descubre al hombrecito de plástico. Ella lo toma, lo mira, y sonríe a la vez que comienza a llorar.

Corte

Un chico espera perturbado en la sala de una clínica. Un enfermero lo hace pasar, y se encuentra con un hombre mayor, muy débil y delgado, con pelo escaso y con las mejillas pintadas como rambo. Una sonrisa amplia y tranquilizadora. El se acerca, y el le dice: y será la única voz del corto.

"No hace falta nada, para ser alguien".

Final.

viernes, 8 de junio de 2012

A las Raíces.

     Al final recordé que lo que yo hago es escribir. Pasaron vientos y mareas de papel, llantos entre pinceles y malos tragos rodeado de carpetas. Al final, insisto, lo que yo tengo que hacer es escribir.
Es la eterna búsqueda del tema, del enfoque, de la mirada, de la aprobación. Es el ojo plural que se posa en las palabras desnudas que escupimos y les da el valor que les corresponde.

     Se puede pensar que se es bueno para otras cosas: para la matemática, para el márketing, para la oratoria y la enseñanza o para todo. Pero se entiende, si se es escritor con las mismas venas, que en todo momento, una pequeña parte de nuestra voluntad, muy chiquitita, va armando la historia y va pensando figuras literarias para que el texto quede prolijo.

     Uno va escribiendo bocetos en la cabeza en pleno acto. Porque lo que yo hago es vivir, y vivo para escribir esa vida. Miren si será estúpido el escritor vocacional, que hará cosas que nunca haría simplemente para poder narrarlas después, o simplemente estar en calidad de decir "si quiero lo escribo". Es capaz, este escritor sanguíneo, de vivir de verdad como nadie más se atrevería, por el estúpido y milagroso hecho del estar habilitado (por su propia moral) de poder contarlo.

      Ya el instinto escéptico ( el mismo que tanto nos dificulta reconocer los buenos trabajos de gente a la que uno considera un "par), nos indica que aquí hay algo mal. Que no se vive bien si se hace porque queremos contarlo. Que tendría que ser por la propia intención de lograrlo. Pero el escritor lo que hace es escribir sobre aquello que vivió, muchas veces sólo para escribir sobre ello. Démosle el crédito que se merece, porque la vida merece ser vivida, pero vivirla por el mero hecho de vivirla es algo por demás complicado. De ahí el famoso dilema existencial del sentido de la vida. No va al caso, retomemos.

     A veces sucede a la inversa. Quizás, el deseo de escribir surja como la curiosidad de haber escrito algo impulsado por otra experiencia. Por ejemplo: puede ser que por haber comido una manzana, reconozca la templanza y textura de la sólida y a la vez frágil roca de algún paraje desolado. Quizás lo dulce me retraiga a grandes kilómetros de tulipanes irregulares, alfombra del cielo de toalla lejano. Es entonces cuando me pregunto: ¿Se parecerá realmente la manzana a una roca de un paraje desolado? ¿Existirán concentraciones de tulipanes mayores que los ramillos oportunos de una compacta señora hincha de Argentino Jrs.? ¿Se puede secar uno en el cielo? Es ahí donde nos movemos. Donde se mueven los escritores de fuego.

     También pasa que nos alejamos del texto. Que no escribimos y nos olvidamos que ése es nuestro GNC de vida. Caro al principio y siempre ocupando un lugar que debería saciarse de otra manera, pero a lo largo de los años nos ahorra muchas desgracias y engrandece otros momentos. Pasados los años, sin darnos cuenta, nos desgasta más que el resto y nos empuja a rellenar nuestras horas de ocio con el diesel barato de la senilidad.

   Nos vuelve una especie de cínicos inconscientes. Amamos y hablamos para escribir. Odiamos para redactar. Decimos que no hacemos las cosas para escribirlas, para engrandecer ese futuro pasaje de nuestro escrito. Creemos en otras personas por el simple hecho de necesitar un narrador inmerso. Nos volvemos una segunda persona, apenas si alejada, que va registrando todo en un bloc de notas rasposo. No somos pesimistas, somos Croniscistas.

   Algunas gentes los mirarán con desdén. Los que no son vulnerables a estos ahora cuatro (seis en el caso de miopía) ojos, nos mirarán con preocupación y en el mejor de los casos con pena. Existen casos de fascinación, pero suelen ser por que los otros también son Croniscistas que pueden, o no, haber admitido su pequeño escribano interno. Pero más allá de cómo miren a ese ser demasiado curioso para ser un niño y demasiado distraido para ser un senador, siempre tendrán el temor de la palabra.

   Porque la palabra es una bandera atroz, tramposa y ridícula que es tan necesaria como obtusa. Y con ella, los Croniscistas medimos nuestra vida.

    Nadie puede seguir su vida como si nada si un Croniscista lo mira directo a los ojos. Ni siquiera Diego Torres.