viernes, 2 de diciembre de 2011

Una Paloma

Me sorprende fuera un nuevo día. En la algarabía de una serie de Cuevana, la ventana vuelve a las lámparas una redundancia. La luz se filtra por las cortinas, y las cinco de la madrugada ya son mañana.

El día de ayer, o el de hoy si es el dormir el parámetro del nuevo día, resultó un día reflexivo. Puedo comenzar contando las bromas y los delirios de mi invitado de nuestro sur. Puedo tantear el desorden y la búsqueda de objetos perdidos. Sin embargo, el día comenzó con una paloma.

Comimos en un Burguer King. Ya era tarde, algo así como las tres. A la hora de pedir nuestro poco nutritivo alimento, conversábamos sobre una muchacha y la seducción. Si bien no son temas comunes para charlar con cualquiera, con Fran y mis amigos de mis lares resulta sencillo. Nos formamos de manera similar: hablar de mujeres no es un tabú, ni un sentimentalismo. Esta chica era muy bonita.

Pedimos y esperamos. Nuestra comida se sirve rápido y en poco tiempo estamos subiendo las escaleras. La muchacha estaba ahí, a mis espaldas. Mi compañero estaba mirándome de frente, por lo que la chica se ubicaba directamente frente a él. Yo simplemente veía la zona de juegos y parte del piso de abajo. La planta superior era bastante más reducida que el local entero, por lo que por un gran espacio se podía asomar al piso inferior, como un balcón.

Nos reímos de lo inmordible de la hamburguesa y se me dice que la chica está sola, comiendo una hamburguesa bastante grande. "En un momento de coraje, hay que sentarse y hablar. Ella seguro está ansiosa por algo así, tan de película" dije. Yo dando consejos sin poder ejecutarlos. Fran movió sus hombros, y siguió el festín. Algo me llamó la atención desde abajo.

Entre movimientos y aleteos, una mancha negra que asciende se aclara. Una paloma entró volando al local de puertas enormes y está buscando salir, desesperada. Algo se habrá visto en mis ojos, que mi co-devorador silenció y quedó tieso mirándome.

Fugaz, ve un panel blanco de luz en el techo, y se estampa contra él. No cede, así que da una vuelta para encontrar otra salida. Junto a unos muchachos sentados a un par de metros de donde estábamos nosotros, se extendía un ventanal del tamaño de la pared entera. El ave lo cree idóneo, y se lanza casi en picada.

"Uh" dije fuerte al primer impacto, sorprendido por el espectáculo. Fran entendió que mi atención estaba tras de sí, y giró para ver el descenso a toda velocidad. Me sorprendió la seguridad del bicho, lo insospechado de la inocente malicia de un vidrio irrompible.

El golpe fue seco, aunque tronó con fuerza. Cayó sobre la mesa de los muchachos y luego siguió camino hasta el piso. Nosotros, a un metro esta vez, no pudimos soportarlo. Nos han criado con películas violentas como Mi Pobre Angelito, o con dibujos como Tom y Jerry: esa es la única explicación que realmente me tranquiliza. Nos tentamos de risa. La estupidez, la fuerza, la cinemática trayectoria de un pájaro que ahora está en el piso. Yace casi inmóvil, boca arriba. Nos reímos muchísimo, les puedo jurar que no podía parar.

"Compungido" es la palabra que usó mi amigo para describir a esas pocas personas que rodearon al pobre bicho. Eran un par de nenes chiquitos, y otras personas más grandes que lo vieron entrar. Fue todo muy veloz. Yo veo una y otra vez el ave distraído, tonto, golpearse contra la lámpara y estamparse contra el vidrio. Era imposible cortar esas imágenes.

Pasa uno o dos minutos eternos. A duras cuestas ensombrezco la mirada, y me acerco al animal, que aún abría y cerraba el pico. No iba a sobrevivir. Definitivamente, despertó un dilema muy fuerte dentro de mi cerebro, ya a esta altura, autónomo: reírme por lo cómico de la situación o entristecerme por el destino. Me acerco un poco más. Todos mantienen una distancia aunque el "pobrecita" se repite en varias voces.

No sé muy bien que surgió. Dudo seriamente que haya sido una cuestión de aparentar. Me recliné y tomé a la paloma entre mis palmas (hasta entonces nunca había tocado un animal que no sea doméstico) y la alzé en su agonía. Tenía la mirada triste.

Un muchacho me ofreció que la deje irse por la ventana. El animal estaba estupefacto, a punto de morir. Volar no sonaba como algo posible: tirarlo por la ventana sería solo un tercer impacto. Aún viendo a la paloma accidentarse una y otra vez en mi cabeza, decido (en voz alta) llevarla fuera, dejarla en algún espacio verde. La tomo firmemente, y bajo las escaleras. No giré la cabeza para ver a nadie. Ni a Fran ni a la gente, ni a la chica. No vacilé tampoco, solo bajé.

Paso entre muchas personas que ni siquiera saben lo que sucedió arriba. No ven el ave, ni me ven a mí. Seguramente fue por mi avance para nada sospechoso. Camino hacia afuera y me dirijo hacia una plazoleta que está cruzando la calle 7, frente a la facultad de humanidades, de la UNLP. El semáforo está en rojo. Yo, un muchacho de pantalón corto y chomba roja, miro el semáforo con serenidad. Tengo en mis manos las últimas luces de una vida insignificante como puede ser la de una paloma más. Yo tengo la sensación de que ninguna paloma murió antes que ésta y que ninguna paloma moriría como la que cargaba en mis manos.

Cruzo la calle, y debajo de un árbol enano, me extiendo y dejo el cuerpo. Ella ya no se mueve ni parece respirar. Vuelvo al negocio, y subo las escaleras. "¿Vamos?" finjo indiferencia. Agarramos las gaseosas y encaramos la retirada. La chica le dice algo a Fran, y cuando miro, me dice que me acerque. "¿Qué pasó con la paloma?" me pregunta "la dejé cruzando 7. Cuando la bajé movía el pico, pero no creo que le quede mucho más de vida" mentí en tono afligido. "Pobre..." concluye. "Bueno, chica, nos vamos. Hasta luego" confío. En tono de funeral, me sonríe y me dice que hasta luego. Bajamos con Fran.

"Qué gracioso. Tanto pésame por una paloma, cuando está devorándose prácticamente una vaca entre panes" reflexioné en voz alta.

Las carcajadas nos acompañaron hasta la puerta. Más allá de la cruel verdad que nos daba tanta gracia, entendimos que ella estaba deseosa de hablar. Ella había sentido algo, y nosotros estábamos ahí para recibirlo y compartirlo. Habíamos presenciado ese acto tan extraordinario juntos, y le hubiera gustado, seguramente, que la acompañemos en él. Hubiera preferido su combo con dos extraños que se apiadan de una paloma luego de reirse de ella.

Sin embargo, la protegimos. Ella no supo la verdad del animal. Ella no se enteró que había muerto.

Yo, en cambio, lo sabía muy bien. Es la primera vez en mi vida que veo a un ser vivo morir. Es, también, la primera vez que uno pierde la vida en mis manos. La diferencia en sus ojos entre su agonía y su tranquilidad. Su cabeza débil, su cuerpo pesado.

La chica seguramente se fue a su casa y su vida siguió sin más. Quizás contó la historia, y habló de los chicos que se pusieron de acuerdo para sacar a la paloma. Sin embargo, ella no habló de muerte, ni de los ojos de la paloma. Ella no habló del cuello blando, de las alas relajadas, ni del poco pasto que la abrigaría bajo el árbol petiso. Ella quizá pensó algo sobre los chicos que no se sentaron con ella, de lo imposible que fue compartir la emoción. De que nos reímos cuando pasó. Cuando la dejamos, quizá entendió nuestro apuro.


Sin embargo, no entendió el bien que le hicimos al alejarla de aquello de lo que todos los seres humanos luchan por olvidar:

La muerte en la insignificancia.

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