miércoles, 14 de marzo de 2012

Llamador de Ángeles

       Llamador de ángeles les dicen. Esas campanitas en forma de tubo tan dulces que suenan cuando salgo de la florería. El tintineo me acompaña con el correr de las cuadras y le dan algo de curioso y nuevo a las huellas invisibles que voy dejando en el cemento seco. Brillan las ventanas con el sol en derrape de las seis de la tarde.
      Los bulevares de la ciudad siempre son el camino más largo, pero no pierdo la oportunidad de tomarlos. Por ellos llego más rápido. Acomodo las orquídeas y el papel que las envuelve cruje. Estoy de buen humor. La penumbra de todos los días se hace a un lado para despejar tu miércoles. Cruzo la calle por el medio y comienzo a pisar el césped.
       Era quizás ayer cuando veía tu pelo alborotador no quedarse detrás de tu oreja. Y vos impaciente chistabas, igual a tu madre. Buscabas un aro que se te había caído en una siesta accidental y yo junto a vos revisando bajo todo sofá y mesa que existiera en nuestra casa. Siempre fuiste tan despistada. Me limpiaste el pantalón de polvo y te convenciste de que no importaba, que aparecería algún día. No lo vimos más y su hermano huérfano tuvo que quedar rezagado al fondo de la cómoda. No lloraste porque siempre te jactaste de darle valor a lo importante. Pero sufriste mucho.
       Debería ser otoño, pero es verano. Mi caminar a ritmo de vals recorre tranquilo y sonriente el camino entre vos y yo.
      Te recuerdo de color café y blanco. Quizás porque así me despertabas antes del trabajo, ya vestida y apurada, peleándote con el mechón insurrecto y provocador. Usando invisibles para el pelo por montón, mirándome reír de tu jaleo y enojándote más. Ser hombre es más fácil, te gustaba decir.
      Todavía te oigo criticar el noticiero. Quejarte del transporte público, de las refriegas eleccionarias, de la inutilidad del periodismo. Todo hasta que me veías ladear la cabeza y reírme. Qué poco en serio que te tomé todo este tiempo. También oigo la puerta y el estruendo de ella al cerrarse.
      Me hirió mucho verte tan destrozada. Los gritos siempre fueron mi debilidad y los usaste en mi contra. Lo que yo supe todo el tiempo en silencio, es que también eran tu flaqueza. Zamarreaste los cajones con brusquedad y metiste de a puñados tus blusas y tus bufandas en la valija abierta sobre la cama. Mirabas con los ojos desencajados y yo no entendía qué hacer. Pero vos estabas decidida. Entre las telas cayó la caja incompleta de los aros y la pateaste con fuerza. La cajita se perdió debajo del armario y seguiste guardando.
       Te molestaban los anteojos. Cuando tomabas un libro fruncías el ceño y comprobabas constantemente si realmente los necesitabas, si el doctor no era un incompetente más. Tenías miedo a tener marcas en la sien como las mías, a perderlos o a sentarte sobre ellos. Pero te veías como una niña haciéndole caras al libro que, pobre, no entendería todo el ajetreo.
       Estoy llegando tarde. Pero no puedo caminar más rápido. Sé que vas a estar ahí, esperándome. Siempre estuviste. Nunca fue difícil sacarte una sonrisa ¿por qué hoy sería diferente? Cruzo el portón.
      Salí de la casa detrás de vos, a paso agigantado, buscando detenerte. Pero no, seguiste hasta la esquina lagrimeando del enojo, con tu bolso a cuestas raspando el asfalto. Me quedé inmóvil y te vi oscurecerte. Saliste tarde de casa y el repique de tus zapatos se escuchó hasta que tu figura café parecía otra de las luces de la madrugada.
       Estas orquídeas necesitan agua. Siempre te apuraste a poner las flores a beber, porque el aroma te suma años, te recuerdo decir. Los árboles dejan sombras caprichosas que se mecen en mi camino y abandono el sendero. Me interno en los jardines coloridos hasta donde estás. Me acomodo la corbata, me palpo el bolsillo y aún están ahí.
        Me tomé un café cuando te fuiste, hablé con unos amigos para diluir la tristeza y el enojo. No podía ser que hayas perdido un aro dentro de la casa y no lo hayamos encontrado. Giré los colchones, estiré mantas, vacié los armarios ya esqueléticos sin tu ropa, me arrastré por la cocina hasta que bajo la cortina lo vi asomarse reluciente. Los aros de plata que te regalaron para tu cumpleaños cuando fuiste a mi casa ya estaban en su cajita y yo sentía que había reparado todo el daño y que no tenías motivo para seguir enojada con mis debilidades.
        Te di tiempo. Mi madre llamó al otro mediodía. Estaba alejada, sombría. Cómo me hizo llorar, cuántas cosas oí decirle en voz baja. Cómo grité cuando supe. Mi propia madre, siempre tan tranquila, no podía darme más razones para ser feliz, para seguir sonriendo. Te imagino en ese momento, aún corriendo borrosa por las calles apagadas, buscando tranquilizarte. Me recuerdo de cuclillas bajo el sofá que te sostuvo sólo horas antes. Ahora todo se ve color café. Te oigo en cada rincón. Te imagino iluminada y distraída, espantada. Veo aún, tortuosa mi imaginación, tu ropa girando al viento y el crujir metálico del vehículo.
       Pero ahora todo es distinto. Voy a tu encuentro con una sorpresa para vos y para todos. Ellos esperaban: una muchedumbre apretada, a pesar de los amplios espacios del aire libre. Me acerqué y te vi apacible, recostada. Estabas seria, pero no habías cambiado mucho. Recogí ese mechón despreciable y lo puse detrás de tu oreja. Te saqué esos aros tan poco de tu estilo y te puse los de plata. Mi hermano me abraza con los ojos brillantes. Qué buena elección, que te encantan, siempre se lo decías y él siempre orgulloso.
       El resto fue tranquilo. Descendiste bajo la voz de un hombre que sólo tu madre oía. Nosotros te veíamos a vos. Yo veía descender allí todo lo que me enseñó que es posible ser feliz, en un mundo que no está acostumbrado a sonreír.

3 comentarios:

  1. La misma sensación, diferentes palabras http://10decorazones.blogspot.com/2012/01/siempre-te-busco.html
    Beso grande!

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  2. osea que se murio la mina??

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