miércoles, 15 de febrero de 2012

Querubín (Capítulo I)




-¿Coca de envase tiene?


-Si, dejala acá y agarrá de la heladera.


Zumba el ventilador y muy lentamente gira. Izquierda y derecha, como diciendo “No”. Como previendo el “No”.


El flaco, de un jean cortado por debajo de las rodillas, acalorado y silencioso, acaricia nervioso el arma que lleva en el cinturón. El domingo se extiende dos minutos más, hasta que el quiosquero sospecha del comprador inmóvil frente a la caja.


-Son seis con setenta- silencio – ¿estás bien?


De un salto, el muchacho saca el arma negra, brillosa por la humedad. El ruido del percutor y el silencio del tendero que se queda duro. Durísimo.


-¡S-s-saca la plata y ponela en una bolsa! ¡Rápido, mierda! – grita el ladrón. La orden no se hizo esperar. Levantando los alambres que retenían los billetes, suda el kiosquero. Un ejército de belgranos y san martines entran en una bolsa delgada de plástico. El calor afuera chilla en chicharras, y el aire está quieto. El tendero ve algo atrás de la estantería de las papas fritas, pero no se detiene. El sudor del miedo se mezcla con el calor y parece el kiosquero una botella de coca de vidrio olvidada fuera de la heladera.


-¡Apurate, carajo! – grita el delincuente poniendo la pistola de costado. Muy gángster el flaco. Otro movimiento se ve y una bolsa de fideos de moño truena en el piso detrás del ladrón. El aire tenso ahora asusta a los dos.


-¡¿Quién está ahi?! Salí o empiezo a disparar – clama, y comienza a insultar. El tendero no entiende, la policía por estos barrios nunca está. Y si está, no es para hacer heroísmos. El silencio otra vez y las chicharras enmudecen.


Dos segundos más, ruido de plástico y luces fluorecentes. El atracador toma la bolsa repleta sobre el mostrador pequeño y emprende retirada hacia la puerta de vidrio abierta, corriendo. Pero no llega a destino.


Se abalanza una sombra sobre él y comienza a forcejear. Es un hombre, y está tapado hasta la cabeza. Ondea detrás de él una capa oscura, y un pasamontañas de no menos de 20 años le cubre la cara. Por la espalda agarra al ladrón y levanta el brazo con el arma apuntando al techo. Un disparo se escapa y destruye un fluorecente. Alumbrado por la escasa luz de las siete de la tarde, los gritos y aullidos, los “pará” y “perolapú” del atrapado no resisten y el arma cae estrepitosa al piso.


La sombra le dobla el brazo hacia atrás con brusquedad y nada de sutileza.


- ¡Soltá la bolsa, carancho! Sooooltaaaaa… – gritó la sombra. Su voz era similar a la del hermano mayor del kiosquero, que supera el medio siglo de edad. El quizás hermano mayor, tuerce la mano del desarmado que suelta la bolsa. El héroe gira al flaco, lo empuja un poco y de una patada en los cuartos traseros lo envía para la calle.


- ¡Andá a estudiar, atorrante! ¡Inversión al pedo de tu madre, rajá, dale! – grita mientras hace un particular gesto con la mano. Con su mano dice “Y no vuelvas a hinchar los quinotos”, mientras el muchachito corre a lo largo de la vereda.


El tendero aún asombrado, ve caer la bolsa llena sobre su mostrador.


-Tome maestro. Con lo que cuesta juntar unos pesitos, que a un pibe le agarra la chiripiorca y uno pierde todo. Ésto no se puede, ¿no cierto?.


El agradecido asiente aún incrédulo. -Muchas gracias, don. No… no sé como pagarle lo que hizo, la verdad… ¡fue tremendo!


- Meh, ni que tanto. Pendejos… uno los cría, los trata bien toda la vida, les cambia los pañales cagados, los aconseja y al final… esto. Bueno… yo ya terminé acá entonces. Deme un Marlboro veinte, ya que está.


Ahora se lo veía claramente. Pelo blanquecino, arrugas bajo la máscara y una “Q” enorme en el pecho, bordada prolijamente. Un cinturón de carpintero con una pinza de alambres, una cinta de aislar, y una macana improvisada con un palo y gomaespuma.


- Lléveselo gratis, maestro. Es lo menos que puedo hacer.


- Nah, nah, no joda. Tome… ¡tomá! – El hombre de la Q extendía un billete de diez. – ¡Mire que lo dejo acá! – amenazó risueño.


El kiosquero se negó y el héroe dejó un billete debajo de un alfajor de chocolate blanco. Mientras pasaba por la puerta, giró hacia atrás.


- Y si le preguntan, mi nombre es Querubín. Que-ru-bín, como la lavandina – Dijo, mientras desaparecía detrás de la sombra del sauce de afuera.

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