martes, 1 de mayo de 2012

Trombón



“Es un mono rascándose el culo”. El primate, indefectiblemente, se rascaba el culo. “Si, es un orangután. Es de la familia de los primates” insistió la guía. Llevar a mi primo al zoológico siempre fue un espectáculo. El chiquito no tiene noción del mundo que lo rodea. La etiqueta, para él, no es un código de conducta: es una cosa que le molesta en el cuello y que debe ser arrancada.

         Terminó el recorrido turístico. El chiquilín me tomó de la mano mientras caminábamos. “¿Por qué no me ponen a mí en una jaula? Así vienen los monos y se rién de cómo yo me rasco el culo, o me como los mocos” Decía el atolondrado. Le ofrecí un helado y aceptó. Nos sentamos en una mesa plástica renga. El pibe me miraba con el ceño fruncido cuando el soporte bailoteaba sobre un centímetro de pata que no existía. “Se va a caer todo a la caca” me decía. Por qué no escribo todo esto, pensé y lo guardé junto a mis otras ideas criogenizadas.

         Seguimos camino y el retoño se aproximó a la jaula de los elefantes. Los nenes tiraban maní desde lejos, alguno con mucho coraje, le daba una manzana en la trompa. Así estaba ese Dumbo horrible y rasposo. Manteníamos distancia, pero a tazmania le picaba todo. Era une elefante verdadero. Gigante, gris, amansado por años de barrotes. Y él tan cerca. “Le quiero dar una manzana”. Yo siempre fui muy inocente, por eso le creí. Le compramos la fruta a un viejo arrugado y con pocos dientes, que trataba a los niños como sus nietos favoritos. “Tomá, dásela a Trombón (así se llamaba el elefante). Le acercás la mano y el la agarra solito” le dijo. El chiquito asintió con la cabeza con fuerza, pero pensante. Tramante, diría más bien. Así es la cara que se dibujó en él, tan con el pelito raya al costado, tan adorado por su tía. Tan maquiavélico.

         “Trooombooo oooon” canturreaba. El elefante movía las orejas y la cola era poco más que un péndulo enchastrado de excremento. Las moscas la acompañaban, pero no se sentían para nada en peligro. “Trooooombiiiii”: ya había entrado en confianza. El elefante comenzó a desplazarse colosal por la arena sacada de algún borde de río. Hasta el día de hoy me pregunto si reconoció el llamado de alguno de los guardaparques, o si su madre elefanta lo llamaba de esa manera cuando la comida estaba servida. Sea como sea, el elefante se concentró pleno en el niñato que, con el barandal en la cadera, se estiraba lo más posible para facilitar la manzana. Cuando su trompa estaba a centímetros de la fruta, y mientras yo miraba la escena como si fuese la película de Bill Murray y la elefanta, mi sobrinito, cual tití, tomó la trompa con el brazo libre y de un tirón se subió a ella.

          Yo, entre sorprendido, cinéfilo y asustado, me quedé atónito mientras mi responsabilidad ascendía a un elefante extraño. No sabía si el elefante tenía licencia de llevar niños, o sí mi mocoso tenía la de montar elefantes. El viejo Abuelo de Todos se empezó a reir, como diciendo “Oh, Tromboncillo, eres un picarón” mientras el nene subía sin emitir un ruido: era como si estar sobre Trombón fuese un destino escrito para él.

         Cuando entendí lo que estaba sucediendo, el elefante se llevó al nene a su cabeza. Éste se sentó encima, con las patas arqueadas, y con la cara radiante. Yo corriendo y gritándole a todos los que reconocía como parte del zoológico: al guardaparques, al viejo, a los otros nenes, al payaso vendiendo globos metalizados con dibujos de Ben10, al policía mandando mensajes de texto. A todos. El elefante decidió que sería lindo dar una vuelta, así que le dio la espalda a todos lo nenes que le tiraban maníes y que le decían a las mamás que miren el nene que montaba a Trombón, que por qué ellos no podían, que no se valía y que te calmes y no me hagas hacerte pasar vergüenza en frente de todos los nenes.

         Una chica, la supuesta experta en elefantes, se acercó a las corridas. Tenía uno de esos identificadores que tiene la gente importante en los eventos ¡y cómo bailaba en la carrera!. Cuando llegó, comenzó a gritarle al elefante palabras clave en un idioma extraño, que después me vengo a enterar, era castellano, sólo que ella era de La Rioja. El elefante la miraba dándole la espalda, como diciendo “¿No ves que lo estoy paseando?” y el otro, arriba, como un zhar orgullosísimo de sí mismo.

         Después de media hora de hablarle a Trombón, de sobornarlo con toda clase de manjares paquidérmicos, el coloso bajó al mocoso al piso. Me fue entregado en mano y así nomás me lo llevé para la casa. Al principio comencé a regañarlo, que me había preocupado, que es una cosa muy fea asustar a la gente que te está cuidando. Pero era tanta, pero TANTA la satisfacción, la paz, que tenía dibujada en la sonrisa, que entendí que eso había sido una mejor experiencia para él, que una mala pasada para mí.

         Ahí entendí que el muchachito había montado un elefante, y que a mí me hubiera encantado hacerlo a su edad. Y que los sermones están vencidos ante tal historia. Así que, el resto del camino, estuvimos hablando de cómo se veía todo desde Trombón, de su olor, y de que, tal vez, lo que él quisiera hacer el resto de su vida era cuidar y jugar con elefantes. “No me gusta que estén encerrados. Yo quiero que estén como en el campo, para que puedan andar, y comer pastito donde quieran. Así los cuidaría yo, cuando lo necesiten nomás. ¡Después que anden panchos por donde más quieran!” y movía las manitos. “Mirá que si después los querés montar, tenés que sacar una licencia” le dije yo. “¿¡De verdad!?”. Así le conté de cómo se entrenan las personas para montar elefantes. Al llegar a su casa, pasando las vías del tren, entendí que quizás sí, que quizá la gente se entrenaba para montar elefantes y también era probable que tuvieran que tener alguna especie de licencia.

Lo dejé en su casa y la historia no se la contamos a su madre, no todavía. Pero a él le encantaron los elefantes. Este año entró a la facultad de ciencias naturales, y me dijo que no, que no existen las licencias para montar elefantes, pero que si quería, si tenía ganas y tiempo, que podía montar uno de los que cuida, que no le iba a contar a nadie, y que, como siempre, quedaría entre nosotros, la Riojana y el Abuelo de Todos.

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