jueves, 17 de mayo de 2012

Martillazos



Algunos de ustedes me van a sacar de una patada cuando les cuente esto. No me van a creer, van a hacer el famoso chasquido de lengua y un "ándaaa" y yo no voy a hacer mucho por demostrarles que es cierto. Porque esta es una historia para explicar que suceden cosas raras ahí fuera, no para tener que andar dando explicaciones a los escépticos de siempre.

Vivo en un sexto piso, en un edificio en el centro de una ciudad bastante importante. Por motivos, mucho tiempo de mi vida sucede dentro de este departamento. A diferencia de la gente de corbata o de tacos, o de los barbudos de morral y alpargatas, yo existo mucho dentro de estas paredes. Justo ahora estoy entre ellas.

Conozco, por lo menos, 200 voces de telemárketers, y 500 de ciudadanos que llaman a mi hogar preguntandome si aquí está la clínica del Doctor Bruno. Yo soy Bruno, pero no soy Doctor. "No, mire, el consultorio cambió de número, ahora es un particular. No no, no sé el número nuevo. Creo que sigue estando sobre esa calle. Listo, no hay problema". Todos ellos están en algún lugar, en algún momento, cruzandose con mi vida de cueva iluminada. En mi departamento entra el sol al amanecer y al atardecer con igual intensidad.

Desde acá arriba se pueden observar muchas cosas con claridad. La calle que recorre el borde de un parque, un gran colegio secundario y mucha gente distraída, sin parar un segundo a mirar al cielo. Son hormiguitas que se mueven con swing, con estilo. Entre todas estas cosas, hay una obra en construcción a no más de dos cuadras de acá.

Lejos de escuchar los piropos elegantes, o la radio pasando música de aquellas épocas, lo que se oye a la distancia es el constante golpeteo de un martillo. Eterno. Todos los días, a partir de las 9:32 a.m., un repiqueteo pausado pero rítmico acompaña a mis numerosos despertadores. A veces un serrucho afinado en La que parece estar intentando dividir al medio una puerta de bóveda de un banco. Algún grito de instrucción, y eso. Eso todo el día. Hasta muy entrada la tarde, rozando las siete de la tarde, cuando se detiene repentino. Es entonces que desaparece hasta la mañana siguiente, como el gallo que cacarea.

De vez en cuando los observo trabajando colgados de algún andén, hablando o callados, concentrados en el revoque, en la moladora o comiendo un sanguche seguramente de bondiola. Los miro por la ventana donde entra el sol de la tarde, y ellos están allí dispuestos: tranquilos pero sonoros. Y así pasaron los meses desde que vivo acá y ellos construyen vaya uno a saber qué. Hasta un día muy particular.

Rondaban las quince horas. El sol no terminaba de entrar por ninguna de las dos ventanas. El retumbe del martilleo sonaba a la orden del día y los ruidos de tubos metálicos chocando ya no me llamaban la más mínima atención. Ya eran parte de mí, de la música que sonaba en mi computadora, de mis conversaciones por teléfono. Es por eso que cuando se detuvo repentino, a esa hora tan plena, sentí algo raro. Era como entrar en tu hogar de la infancia cuando no hay muebles. Era encontrarte con tus compañeros de la secundaria muchos años después. Todo se veía distinto, no sabía donde estaba ni que hacía ahí.

Era imposible que hayan terminado, ya que la semana pasada no iban ni por la estructura metálica del coloso de concreto. me acerqué a la ventana del sol de la tarde. Y observé la obra.

Un obrero con su casco y su mameluco polvoriento, estaba parado en una plataforma sostenida por una grúa. El miraba hacia el exacto lugar donde yo me encontraba. Estaba suspendido entre mi departamento y la obra y al verme hizo una gran reverencia. Giró sobre sí mismo y levantó ambas manos. En una tenía un destornillador y lo blandía en la punta de sus dedos. Cuando observé al edificio, un grupo numeroso de hombres estaban dispuestos en semicírculo a la grúa, en el último piso construido. Cada uno con una herramienta diferente, sentados algunos con martillos y sierras, y parados otros con taladros neumáticos y mezcladoras de cemento, miraban fijamente al obrero del destornillador.

Contó el hombre hasta tres, y comenzó a mover sus brazos con ritmo. Las moladoras comenzaron a cortar y paraban, y cortaban y paraban. La mezcladora de cemento giraba, y el hombre que la controlaba la golpeaba con un martillo envuelto en una musculosa, haciéndola sonar como un gong. Todas las herramientas comenzaron a sumarse y poco a poco, las melodías comenzaron a tomar coherencia. Ante mí tocaba una gran orquesta hosca. Sonidos metálicos, raspones y crujir de madera, todo se oía como una gran sinfonía que entraba en mi casa con total claridad a casi doscientos metros.

No voy a decir que "no podía creerlo", porque hasta el día de hoy calculo haber estado soñando. Los taladros y un hombre con una bolsa de clavos haciendo maracas. Todos sincronizados tocando una pieza para nada improvisada, con instrumentos inéditos. Entrenados y dirigidos por un destornillador, brindaron una pieza que duró tres minutos. A mi desconcierto le parecieron menos de un segundo. Atónito como estaba, no tomé la cámara para grabarlos. Ni siquiera tomé una foto para probar que realmente existían. Simplemente me dediqué a escuchar esa obra que se ejecutaba para mí.

Al terminar, todos los obreros que estaban sentados se pusieron de pié. El grupo entero, inclusive el director, miraron hacia mí y recibieron mi solitario (aunque eufórico) aplauso desde el sexto, mientras hacían una larga reverencia. Apenas pasaron unos segundos, y todos estaban de vuelta en su labor, con los martilleos cotidianos y el serruchar chillón.

Me tomó varios minutos entender lo que había sucedido y muchas semanas convencerme que había sido real. Nunca me animé a acercarme a la obra. Durante los próximos días del concierto, me acerqué a mirar por la ventana de la tarde. Todos se comportaban como si nada hubiese ocurrido. El tiempo pasó y el hecho sólo se tornó una historia que cuento a mis amigos y familiares. Ellos me dicen que es un delirio, que es imposible, que no puede ser que me hayan dedicado una pieza musical un grupo de obreros, que es imposible que me hayan visto desde tan lejos. Que un obrero nunca se arriesgaría a estar suspendido en el aire con una grúa.


Pero lo que nunca pudieron negar es que no soy la misma persona desde entonces. Ni que siempre, pero siempre, hay alguien dispuesto a darle música a nuestra vida. Sea con una guitarra o con un destornillador.

1 comentario:

  1. Que siempre haya música en nuestras vidas! Es el mejor deseo de todos. Besote!

    ResponderEliminar