miércoles, 12 de diciembre de 2012

Mañanas de Cobre

      Fuera el sol empezaba a rasgar el horizonte. La habitación entera se tiñó de dorado, y la luz entraba en tímidas cuotas a través de la persiana entreabierta. Junto a la cama un remolino de la ropa de ambos, indistinguible a ojos vista. Ella dormía profundamente, recostada sobre un brazo, respirando hondo pero en silencio. Él llevaba un buen rato con los ojos abiertos, sintiendo el aire templado entrando por la ventana recién abierta. Las noches no amainaban la temperatura calurosa y la humedad le hacían muy difícil dormir. Aún más cuando dormía acompañado, aunque eso le molestaba más bien poco.
      Con sus ojos la observó largamente. Siguió la curva del cuello, los hombros, los brazos suaves aunque no muy delicados. Las líneas de sol que dibujaban perfecta su espalda y su cintura y se perdían en el acolchado viejo. Su pelo normalmente brillaba de un castaño cobrizo y le caia hasta los hombros en una divertida cascada de bucles. Sus ojos, siempre sagaces, lo seguían a todas partes inquisidores. Y esos ojos, también, le decían más de ella que sus propios labios. Pero ahora estaban cerrados, y su pelo ahora estaba en pleno motín. Los adorables resortes ahora eran una melena digna del rey de la savana.
       En un movimiento lento y torme, se recostó sobre la espalda y estiró los puños torcidos, con un gruñido.  "Parece una leona de verdad" pensó Él, que no pudo contener un resoplido de risa. Ella un sólo ojo y lo miró desde abajo, con una sonrisa amplia en los labios.
       -¿Qué mirás, gil? - le dijo, imitando su voz más grave.
       La respuesta no llegó en palabras, pero luego de tomarla del mentón, le dió un largo y sentido beso.
       -¿Quién sos? - respondió finalmente, y ambos se rieron.
      Las últimas semanas habían sido complicadas, pero esas pocas horas que podía compartir con ella, esas poquísimas horas, valían por todo el oro que el sol les echase encima.
       Se puso a su altura, y reposó su cara justo frente a la de ella.
      -No me gusta el nombre Romina- le dijo él, más para informar que para generar ningún debate.
      -Y a mí no me gusta perdonar ese comentario - le dijo, y le dió un golpecito simulando una cachetada.
      Ella siguió durmiendo un tiempo más. Él salió al living, y de alli al balcón.
     
       La mañana ya se comenzaba a inundar de ruidos y el entendió, entre el creciente barullo y el silencio del departamento, que se había hartado de vivir solo.


   

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