Los bulevares de la ciudad siempre son el camino más largo,
pero no pierdo la oportunidad de tomarlos. Por ellos llego más rápido. Acomodo
las orquídeas y el papel que las envuelve cruje. Estoy de buen humor. La
penumbra de todos los días se hace a un lado para despejar tu miércoles. Cruzo
la calle por el medio y comienzo a pisar el césped.
Era quizás ayer cuando veía tu pelo alborotador no quedarse
detrás de tu oreja. Y vos impaciente chistabas, igual a tu madre. Buscabas un
aro que se te había caído en una siesta accidental y yo junto a vos revisando bajo
todo sofá y mesa que existiera en nuestra casa. Siempre fuiste tan despistada.
Me limpiaste el pantalón de polvo y te convenciste de que no importaba, que
aparecería algún día. No lo vimos más y su hermano huérfano tuvo que quedar
rezagado al fondo de la cómoda. No lloraste porque siempre te jactaste de darle
valor a lo importante. Pero sufriste mucho.
Debería ser otoño, pero es verano. Mi caminar a ritmo de
vals recorre tranquilo y sonriente el camino entre vos y yo.
Te recuerdo de color café y blanco. Quizás porque así me
despertabas antes del trabajo, ya vestida y apurada, peleándote con el mechón
insurrecto y provocador. Usando invisibles para el pelo por montón, mirándome reír
de tu jaleo y enojándote más. Ser hombre es más fácil, te gustaba decir.
Todavía te oigo criticar el noticiero. Quejarte del
transporte público, de las refriegas eleccionarias, de la inutilidad del
periodismo. Todo hasta que me veías ladear la cabeza y reírme. Qué poco en serio
que te tomé todo este tiempo. También oigo la puerta y el estruendo de ella al
cerrarse.
Me hirió mucho verte tan destrozada. Los gritos siempre
fueron mi debilidad y los usaste en mi contra. Lo que yo supe todo el tiempo en
silencio, es que también eran tu flaqueza. Zamarreaste los cajones con
brusquedad y metiste de a puñados tus blusas y tus bufandas en la valija
abierta sobre la cama. Mirabas con los ojos desencajados y yo no entendía qué
hacer. Pero vos estabas decidida. Entre las telas cayó la caja incompleta de
los aros y la pateaste con fuerza. La cajita se perdió debajo del armario y
seguiste guardando.
Te molestaban los anteojos. Cuando tomabas un libro fruncías
el ceño y comprobabas constantemente si realmente los necesitabas, si el doctor
no era un incompetente más. Tenías miedo a tener marcas en la sien como las
mías, a perderlos o a sentarte sobre ellos. Pero te veías como una niña
haciéndole caras al libro que, pobre, no entendería todo el ajetreo.
Estoy llegando tarde. Pero no puedo caminar más rápido. Sé
que vas a estar ahí, esperándome. Siempre estuviste. Nunca fue difícil sacarte
una sonrisa ¿por qué hoy sería diferente? Cruzo el portón.
Salí de la casa detrás de vos, a paso agigantado, buscando
detenerte. Pero no, seguiste hasta la esquina lagrimeando del enojo, con tu
bolso a cuestas raspando el asfalto. Me quedé inmóvil y te vi oscurecerte.
Saliste tarde de casa y el repique de tus zapatos se escuchó hasta que tu
figura café parecía otra de las luces de la madrugada.
Estas orquídeas necesitan agua. Siempre te apuraste a poner
las flores a beber, porque el aroma te suma años, te recuerdo decir. Los
árboles dejan sombras caprichosas que se mecen en mi camino y abandono el
sendero. Me interno en los jardines coloridos hasta donde estás. Me acomodo la
corbata, me palpo el bolsillo y aún están ahí.
Me tomé un café cuando te fuiste, hablé con unos amigos para
diluir la tristeza y el enojo. No podía ser que hayas perdido un aro dentro de
la casa y no lo hayamos encontrado. Giré los colchones, estiré mantas, vacié
los armarios ya esqueléticos sin tu ropa, me arrastré por la cocina hasta que
bajo la cortina lo vi asomarse reluciente. Los aros de plata que te regalaron
para tu cumpleaños cuando fuiste a mi casa ya estaban en su cajita y yo sentía
que había reparado todo el daño y que no tenías motivo para seguir enojada con
mis debilidades.
Te di tiempo. Mi madre llamó al otro mediodía. Estaba
alejada, sombría. Cómo me hizo llorar, cuántas cosas oí decirle en voz baja.
Cómo grité cuando supe. Mi propia madre, siempre tan tranquila, no podía darme
más razones para ser feliz, para seguir sonriendo. Te imagino en ese momento, aún corriendo
borrosa por las calles apagadas, buscando tranquilizarte. Me recuerdo de
cuclillas bajo el sofá que te sostuvo sólo horas antes. Ahora todo se ve color café. Te oigo en cada rincón. Te imagino iluminada y distraída,
espantada. Veo aún, tortuosa mi imaginación, tu ropa girando al viento y el
crujir metálico del vehículo.
Pero ahora todo es distinto. Voy a tu encuentro con una
sorpresa para vos y para todos. Ellos esperaban: una muchedumbre apretada, a
pesar de los amplios espacios del aire libre. Me acerqué y te vi apacible,
recostada. Estabas seria, pero no habías cambiado mucho. Recogí ese mechón
despreciable y lo puse detrás de tu oreja. Te saqué esos aros tan poco de tu
estilo y te puse los de plata. Mi hermano me abraza con los ojos brillantes.
Qué buena elección, que te encantan, siempre se lo decías y él siempre
orgulloso.
El resto fue tranquilo. Descendiste bajo la voz de un hombre
que sólo tu madre oía. Nosotros te veíamos a vos. Yo veía descender allí todo
lo que me enseñó que es posible ser feliz, en un mundo que no está acostumbrado
a sonreír.